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EL COFRECITO DORADO
En una gran casa de oro vivía un padre con muchos hijos. Un día dijo a uno de sus hijos varones: “Ha llegado el momento de que inicies tu viaje”. Lo llevó a una escalera que, con infinidad de escalones conducía hacia abajo. Por algunos escalones lo acompañó, diciéndole luego: “Ahora debo abandonarte. Solo una cosa puedo darte, a la cual debes cuidar con esmero”. Con eso entregó al hijo un cofrecito dorado, el cual, aquel guardó entre sus ropas. “Llévalo siempre contigo. Te guiará y te amparará, pero no lo abras nunca antes de regresar aquí conmigo”. Con estas palabras se despidió el padre. El hijo bajó la infinidad de escalones. Al haber llegado al último, volvió la mirada, pero ¡ cuánto se asombró ¡ pues la escalera había desaparecido. Allí, donde recién había andado, se levantaba una alta pared, empinada y negra en la cual no se vislumbraba entrada alguna. Delante de él se extendía una gran superficie ondulante : el mar.
Cuando estaba allí, sin posibilidad de ir hacia atrás ni hacia delante, sintiéndose angustiado, vio que desde el agua algo se acercaba. Era un bote, pero sin remos, timón, ni mástil. Con suavidad tocó la playa y parecía invitarlo a subir. “ Ya que no hay otro camino, subiré” pensó el hijo. Y valientemente saltó sobre el bote, que inmediatamente se puso en movimiento. Pronto ganaron el mar abierto, desapareciendo el negro paredón a su vista. Al principio, la travesía era tranquila pero luego se levantó una fresca brisa. Entonces las olas se vistieron de blancas crestas, moviendo al bote de un lado a otro. Y creció el viento hasta volverse tormenta y por fin tornado, sacudiendo a la pequeña embarcación tal como una cáscara de nuez. El hijo, casi perdía sus sentidos y lo único que lograba hacer era tenerse del bote. De pronto se sintió un fuerte sacudón: el bote había tocado una roca. Como había recibido una rotura, comenzó a llenarse de agua y a hundirse. El hijo se dio cuenta de que, si no salía de allí, se hundiría. Valientemente saltó al mar bravío, apretando con fuerzas al cofrecito, que no quería abandonar por nada, con su mano izquierda contra su corazón. Ni bien él se había confiado a la ola, aconteció algo maravilloso. De pronto se calmó la tormenta que lo había sacudido, las olas comenzaron a fluir en una sola dirección y el cofrecito hizo sentirle, como estar portado sobre fuertes brazos.
Difícil decir durante cuanto tiempo estuvo nadando. Por fin las aguas lo llevaron a la costa de una isla grande. Ni bien arribó, se vio rodeado por una gran multitud que, exaltada, exclamaba: “Un rey, un nuevo rey “. Y antes de que pudiera tomar consciencia, le habían colocado una corona y rodeado su espalda con un maravilloso manto. Lo llevaron en andas, mientras que crecía el júbilo de sus exclamaciones. Tanta gente se había reunido que ahora formaba una caravana; como caído del cielo, de pronto había allí músicos que tocaban la flauta, instrumentos de viento y tambores.
Al llegar este desfile a destino, se prepararon las mesas para un banquete y deliciosas comidas se sirvieron. Todos iban y venían, charlaban y reían, brindaban y nadie parecía darse cuenta de que el recién llegado estaba allí, con ojos interrogantes, casi espantados. Pronto no pudo entenderse palabra alguna en la sala ya que el estruendo de la música se hacía insoportable.
El hijo no se había recuperado aún del gran viaje azaroso. Se sentía desorientado en ese tumulto.
Mientras miraba a su alrededor, vio que en medio de esa multitud desenfrenada había un hombre silencioso y solitario. Debía tener mucha edad, ya que su cabello y su barba eran completamente blancos. Parecía triste y a la vez bondadosa la sonrisa con la que miraba al rey. El hijo se levantó y, sin que nadie lo notara, se acercó al anciano, indicándole que deseaba hablarle.
Se dirigieron a un aposento lejano. “ ¿ Podrías decirme tú, el significado de todo esto? “ , preguntó el hijo con insistencia.
“ Sí, lo puedo, mi rey “ , contestó el viejo con seguridad y muy serio.
“ ¿Es cierto que soy rey? “, preguntó el hijo azorado.
“Sí, lo eres, pero solo por poco tiempo”. Y entonces el anciano le contó que cada año llegaba un forastero a la isla, que entonces pudiese actuar y hacer a su antojo. Era el rey, pudiendo utilizar y disfrutar lo que a un rey le corresponde y hasta el menor de sus deseos se vería satisfecho. “ Pero al haber transcurrido un año, toda esa maravilla llega a su fin; exactamente el mismo día en el cual ha arribado, doce meses atrás. Llega entonces la misma gente que a su rey habían recibido con júbilo, para echarlo del trono, arrancarle la corona y quitarle su manto real. Pobre como había venido, debe dirigirse a la costa del mar. Y llega entonces un bote, sin tripulación, en el cual es imposible permanecer ni parado, ni sentado, solo puede estar acostado. Lo lleva consigo hacia un solitario islote. Allá todo es desolado y gris, vacío y silencioso. Ningún árbol, ningún arbusto, ni siquiera un pastito crece allí. Ninguna lombricita se mueve en la arena, ninguna mosquita existe en el aire y ningún pájaro ha cantado allí jamás. Si, es así el final”, dijo el anciano, bajando la vista. “Pero eso es horrible”, exclamó el joven rey. “¿ Para qué me sirve entonces, ese festejar portentoso, esa música estruendosa? Dime, ¿ no hay otra alternativa que el viaje al islote solitario?”
“ Te he dicho lo que me era permitido decirte”, dijo el anciano, “ lo demás, debes descubrirlo por ti mismo, pero es un buen signo que ya me hayas preguntado el primer día. Esto, hasta ahora, ninguno de los nuevos reyes lo ha hecho”. Y mientras así decía, un destello de alegría iluminó su mirada.
El joven rey agradeció de corazón al anciano. Luego pensó: “si ya soy un rey, deben sentirlo también”. E inmediatamente ordenó que cesara la fiesta y que todos los cocineros, bodegueros, payasos y músicos regresaran a su casa. Solitario, se recluyó en su aposento. Meditó acerca de todos los acontecimientos extraños que había vivido. Y decidió afrontar sin temor a aquello que lo aguardaba. Antes de dormirse, guardó el cofrecito, que tan fielmente lo había guiado, debajo de la almohada.
Durante la noche tuvo un extraño sueño: escuchó una voz que le parecía familiar y la voz le decía: “ ¡ Vete a los pobres, a los enfermos, hacia aquellos que están solos! “.
Cuando al amanecer despertó, oía cual eco aún las palabras nítidamente y se le grabaron en el corazón y fue por eso que alejó de su lado a todos aquellos que con servilismo, deseaban adularlo. Nada quiso saber de la carroza dorada tirada por blancos caballos que lo aguardaban para un paseo de placer. Eligió un carruaje simple, llevando consigo únicamente un médico y un siervo como ayudantes. Y siguió el consejo recibido durante el sueño. Se acercó a la choza de los pobres, a los lechos de los enfermos y bajó a las oscuras celdas donde padecían los prisioneros. Muchos de ellos habían sido olvidados por todos los otros hombres. Pero, indescriptible era aún toda la otra miseria: durante días, semanas y meses estuvo ocupado para mitigarla. En su corazón, sonaban las palabras percibidas durante el sueño y no le permitían ni paz ni tregua.
Los habitantes del castillo estaban mal dispuestos. Decía: “ Ni nos damos cuenta de tener un rey”. Muy distintos eran los alrededores de la isla. Tantas caras se iluminaron como si el sol por primera vez les brillara.
Así había pasado algo más de medio año. Siempre que el rey, de vez en cuando, se encontraba con el anciano consejero, aquel lo miraba con ojos cordiales, alentadores. Esto le inspiró valor al rey y creía que había elegido el camino correcto. En el último encuentro, el anciano lo había mirado con preocupación. El rey decidió entonces preguntarle: ¿ he hecho bien o no?”. “ Yo creo que has hecho bien”, contestó el anciano, “ pero tal vez no se ha llevado a cabo todo lo que es menester”, y allí se interrumpió, de manera que el rey se dio cuenta de que no quería, o no debía decir nada más, pero, ¿ qué más podía hacer? ¿ había dejado de ver algún pesar o penuria?. De pronto se acordó del cofrecito dorado y de que durante tanto tiempo no lo había vuelto a guardar debajo de su almohada. Así lo hizo. Todas las preocupaciones parecían aliviarse y así se durmió. En esa noche volvió a escuchar la voz familiar que le dijo: “ Haz que se construyan embarcaciones. Equípalas con todo aquello que brota y verdece, florece y puede dar frutos. Suéltalos para que naveguen mar afuera, allí donde el viento las lleva. Ningún tripulante esté a bordo”.
El rey despertó en el momento en que salía el sol.
Cuidadosamente recordó todas las palabras que había escuchado y las guardó en su corazón. En el mismo día reunió a los carpinteros y a los maestros constructores de barcos. Comenzó la labor acompañada por un golpetear y un trabajar tan asiduos que a todos le dolían los tímpanos. Pero casi no podían dar crédito a sus ojos cuando uno tras otro los barcos abandonaron la costa mar adentro, sin tripulantes, pero colmados con semillas de siembra, árboles frutales y con todo lo demás que brota, verdece, florece y puede dar frutos.
Siempre , cuando salía un barco, el rey estaba parado allí, en la costa, acompañándolo hasta que se perdía de vista; por lo demás, no omitía de visitar a los pobres, los enfermos y los solitarios. Por entonces, ya casi no había prisioneros en la isla. Pero llegó el día en el cual había trascurrido un año desde su llegada, el rey recordó todo aquello que le había contado el anciano. Y se preparó a vivir lo que ahora le acontecía. Llevaba debajo del corazón al cofrecito dorado y se arrodilló para decir su oración matinal. De afuera se percibían voces que crecían más y más, de manera que parecía el son de tormenta. De pronto reinó el silencio. “ Ahora vendrán”, pensó el rey, “ para arrancarme todo lo que al rey le pertenece. Acontezca entonces lo que debe acontecer”.
Pero al abrirse la puerta penetró por ella un solo hombre, era uno de aquellos que durante mucho tiempo había padecido en la prisión. Dijo: “ Ha llegado la hora. Deberá cumplirse la ley de la isla. Debemos despedirnos de ti. Pero no haremos contigo lo que hemos hecho con los reyes que te anteceden. No existe mano que pudiera arrancarte la corona ni el manto real. Sé libre, hazlo tú por tu voluntad y luego te acompañaré en el camino”.
Sin titubear, el rey procedió a hacer lo que la circunstancia exigía de él. Ataviado con las sencillas ropas con las que había llegado a la isla, salió del castillo. A la vera del camino que debía tomar se había aglomerado una cerrada multitud. Todos permanecían en profundo silencio, testimoniando, de esa manera, su gratitud y su amor.
Al llegar a la orilla, el hijo vio que el mar estaba tan quieto como la superficie de un espejo, no se movía brisa alguna, pero allí se acercaba, movido por misteriosa fuerza, un bote. Al tocar este la orilla, recordó el hijo nuevamente la gran ley de la isla, de la cual había escuchado en aquel entonces, cuando recién había sido coronado. Obedientemente se acostó dentro del bote. Inmediatamente se sentía rodeado como por un maravilloso y poderoso sueño.
No podía decir cuanto había durado la travesía. Despertó cuando el bote golpeó contra algo. Era una costa y sabía que había arribado al solitario, desolado islote. Lentamente se incorporó, bajó del bote y dio unos pasos. Pero cuan asombrado estaba al mirar a su alrededor: ninguna desolación había allí. Pasto verde por doquier, árboles floridos que anunciaban la cosecha y en los campos crecía la verde siembra. Hasta había canto de pájaros, ya que tanto verdor había atraído a los cantores plumados en gran cantidad. El hijo se fregaba los ojos. No podía ser este el islote desolado y gris del cual le había hablado el anciano. ¡Seguro que seguía soñando!.
Demoró en recordar a las naves que había enviado algún tiempo atrás. Estas habían arribado al islote y manos invisibles habían dispersado la carga valiosa, portadora de nueva vida, de manera que toda la isla quedó transformada.
Justo comenzó a tomar conciencia de ello cuando dirigió su mirada al mar. Se conmovió al ver de pronto el alto muro negro que ya conocía. D e pronto, fue apartado por una mano poderosa y ante su vista estaba la escalera con los infinitos escalones. Y desde arriba escuchaba la voz del padre que lo llamaba. Lleno de una alegría inconmensurable, comenzó a escalar.
E l padre le extendía los brazos. Luego, preguntó: “ ¿ Has traído contigo el cofrecito dorado?”.
“ Si, padre, lo tengo” , contestó el hijo.
“ ¿ Lo has abierto?”
“ No”, contestó el hijo, “ lo he dejado cerrado, tal como tú me lo indicaste”.
“ Bienaventurado de ti, que has seguido mi mandamiento. Pero, ábrelo ahora”.
El hijo hizo como le indicara el padre. Y vio, en el fondo del cofrecito, la imagen de la casa paterna con todas sus salas doradas y todos sus hermanos que allí entraban y salían o estaban sentados delante de las grandes mesas. Y todo eso, sin saberlo, lo había llevado consigo durante todo el tiempo transcurrido. Y sabía, de pronto, que había sido la voz del padre la que lo había aconsejado dos veces en su sueño.
Aún permanecía en maravilloso asombro, cuando habló el padre nuevamente: “ Mira ahora también la tapa exterior del cofrecito, asimismo el lado interno de la tapa”.
Y se revelaba un nuevo milagro a los ojos del hijo: en el interior de la tapa se había configurado la imagen de toda la isla, en todas formas y colores, donde él había sido rey. Y hasta todas las personas que le eran familiares estaban allí y se movían y vivían cuando él las miraba.
El anciano consejero, le sonreía y sus ojos hablaban perceptiblemente a su corazón.
También el padre sonreía bondadoso. “ ¿ Ves?”, dijo al hijo, “ a todos ellos llevas ahora en tu cofrecito dorado, como antes has llevado tu casa paterna contigo. Cuanto más pienses en ellos en gratitud y amor, tanto más cerca de ti estarán. Has llevado a buen término tu andar. Pero ven ahora a la casa paterna: es bueno que descanses antes de partir nuevamente”.
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